Por Constanza Moreira y Agustín Daguerre
La reciente interpelación al ministro de Ganadería, Agricultura y Pesca en el Senado, seguida, apenas unos días después, por la interpelación al ministro de Ambiente en Diputados y la retirada de blancos y colorados de la coordinación interpartidaria del Senado, antecedidos por varias muestras de una agresividad sostenida y manifiesta de parte de la oposición al gobierno entrante, parecen evidenciar la idea de que, en el edificio de la política, se han roto una o varias ventanas. Y lo decimos a propósito de la teoría de las ventanas rotas, que ha sido usada en sociología y en la teoría de urbanismo para ilustrar la degradación y el deterioro progresivo que se produce cuando algunas “señales” parecen indicar que allí hay algo a ser vandalizado. Que lo que se vandalice sea el clima político de relacionamiento entre gobierno y oposición, a apenas seis meses de iniciado el gobierno, debe llamarnos a todos a la reflexión. No es nada que deba ser festejado ni multiplicado hasta el hastío en las redes o en las noticias, y menos aún convertido en un torneo de fuerzas coreado por hinchadas.
La teoría de las ventanas rotas sostiene que, cuando una señal de desorden aparece y nadie hace nada por corregirla, el caos se multiplica. Parte de una imagen clara: una ventana rota en un edificio abandonado. Si queda así, es probable que pronto otras también sean destruidas, que el edificio sea vandalizado, ocupado e incluso incendiado.
La hipótesis fue formulada por James Q Wilson y George Kelling en 1982,1aunque parte de un experimento clásico de Philip Zimbardo, realizado en 1969. El psicólogo dejó dos autos idénticos abandonados en la calle, pero en barrios con características socioeconómicas muy distintas. El auto abandonado en el barrio más pobre fue vandalizado de inmediato y, al poco tiempo, destruido, lo que llevó a los analistas a pensar que las tasas de delincuencia podrían atribuirse a la pobreza. Sin embargo, los investigadores rompieron un vidrio en el auto estacionado en el barrio más rico. Los resultados fueron los mismos: robos, destrozos y abandono total. Así, quedó en evidencia que no era una cuestión de pobreza, sino de un fenómeno ligado a la psicología social. Un vidrio roto, un auto abandonado, una casa descuidada… todos transmiten una idea de deterioro, desinterés y ausencia de reglas. Esa señal de desorden va erosionando las normas de convivencia: todo vale. Cada pequeño acto de transgresión da pie al siguiente, hasta que la espiral se descontrola.
Con cierto estupor y no poca perplejidad, una parte de la ciudadanía viene asistiendo a una escalada de atropellos y descalificaciones personales que se producen en ambas cámaras desde el inicio del gobierno del Frente Amplio. La gota que colmó el vaso se produjo en el Senado, y terminó en el insulto homofóbico propinado por el miembro interpelante que resultó en la condena en el Senado el pasado martes. No fue un hecho aislado y no es apenas una escena de “pasiones políticas desatadas”, como señaló algún legislador. Se trata de una estrategia de bloqueo sistemático a las iniciativas del gobierno, que comenzó con el intento de dejarlo sin mayorías para aprobar una rendición de cuentas –algo que no sucedía desde el primer gobierno de la transición democrática– y que parece no tener otra finalidad más que el acorralamiento, la extenuación, y el fin de la gobernabilidad del sistema. Es la primera vez que un gobierno no tiene mayorías parlamentarias, y la sólida democracia uruguaya no parece dar señales de sostenibilidad en ausencia de estas. Pero un gesto vale más que mil palabras: cuando las descalificaciones e insultos se suman a la estrategia de ingobernabilidad que buena parte de la oposición propone con respecto al gobierno de izquierdas, se vuelve tentador pensar en términos de la teoría de las ventanas rotas.
Los discursos de odio lanzados desde el Parlamento, la propagación de noticias falsas por parte de legisladores nacionales, los apodos humillantes entre políticos y políticas buscan configurar un escenario de deterioro político que hace posible el “todo vale”. Si estas señales no se advierten ni se corrigen –ya sea mediante sanciones legales o condenas políticas y sociales–, el mensaje que recibe la ciudadanía es el mismo que el del experimento de Zimbardo: todo está permitido.
En este proceso, los medios de comunicación juegan un rol central. Ellos seleccionan, jerarquizan y estructuran los hechos que consideran noticiables, interviniendo activamente en la definición de la agenda pública (Graber, 2001).2 Cuando los titulares y las coberturas se concentran en los agravios, los insultos y los discursos divisorios, y no en las discusiones estructurales y profundas, también contribuyen a romper las ventanas del debate público. El mayor rating o el aumento de interacciones en redes pueden terminar costando mucho más caro de lo que parece. Así, se normaliza la agresión, la violencia política crece y, aunque –a veces– haya pedidos de disculpas, el daño ya está hecho y el ciclo de confrontación continúa.

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