Por Constanza Moreira
Hoy es primero de marzo. Hoy asume el gobierno del Frente Amplio, luego de una larga e intensa campaña que a menudo me recordó el título de aquella vieja película de Peter Weir: El año que vivimos en peligro. Y es que, después de la sorpresiva votación en la interna de junio —la mejor performance del FA desde 2004—, todo fue difícil, cuesta arriba, impredecible. En octubre festejamos un Senado con mayoría del FA, pero una Cámara de Diputados fragmentada, donde la mayoría no terminó de consolidarse. Un mes más tarde, en noviembre, parecía que estábamos en un empate estrecho, indefinido. Nadie anticipó los cien mil votos de diferencia que separaron al FA de la fórmula del Partido Nacional.
La victoria se sintió en las calles y en las casas, en los abrazos bajo la lluvia y en los cánticos que no cesaron hasta muchos días después. Y todo para llegar hasta aquí, a este primero de marzo. Es el cuarto gobierno del FA, pero tiene olor a nuevo. Quizá porque vino después de una derrota. O porque hay una nueva generación tomándole el pulso a los deberes de gobierno. Quizá porque conocimos una derecha radical y salvaje, sin pelos en la lengua ni pretensiones de estilo. Trump se comporta como un matón de barrio. Y Milei no le va a la zaga. El racismo, el machismo y el culto a la violencia parecen haberse puesto de moda nuevamente.
Hoy, en este primero de marzo, hay una expectativa que va más allá de los actos protocolares de traspaso de la banda presidencial, de los presidentes que vienen o de los que no vienen, de si llueve o no, de cómo se verá ese gesto de Luis Lacalle Pou invistiendo a Orsi. Del abrazo o de los vestidos. De los gestos. Del tránsito en la Plaza Independencia.
Buena parte del Uruguay está en ascuas. Un par de muchachas en un negocio me sonríen, cómplices. Hay una alegría allí, contenida. Modesta. Sobria. ¡Tan uruguaya! Pero eludimos el tema y hablamos del calor. Cinco minutos más tarde, es imposible contenerse. “Que se viene el primero de marzo, y qué alegría. Que ojalá no llueva, así podemos estar”, me dice una de ellas. Hablan bajito. Hay otros clientes. Es una conversación casi íntima, entre nosotras.
Y la alegría no es revancha —como piensa la derecha y sugieren las redes—, no es orgullo. Es otra cosa. Es como un rayo de luz finito, finito, abriéndose camino entre las nubes. O como la primera gota de agua que cae luego de una larga sequía.
Veo un pasacalle en una avenida que dice “Bienvenida esperanza”. Y una niña que baila sola en un balcón, del que cuelga una bandera del FA, arrugada hasta lo imposible, pero con aire de resistencia y dignidad. El primero de marzo se va dibujando en la ciudad. El presidente ayuda, con su gesto tranquilo y sus modales simples y llanos. Sé que es cultura uruguaya, propia de acá, pero también sé que el frenteamplismo es duro como el monte nativo, y le ha dado una impronta a la política uruguaya de la que hasta la derecha puede enorgullecerse.
Recuerdo que nací en un país donde la expresión “como el Uruguay no hay” se usaba a modo de burla. Recuerdo que del Uruguay nos queríamos ir todos. Y hoy hay ese aire de alegría. De querer estar acá. De querer ser parte.
No diré que me ajusto la moña como en el primer día de clase, pero casi. Y me encamino, también yo, a vivir este primero de marzo como lo que es: una fiesta.

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