La democracia impugnada: entre la desafección política y la movilización social

Articulo publicado en el libro electrónico «Democratización, inestabilidad y desigualdades en América Latina» de ALACIP.

El valor de la estabilidad ha sido central en la construcción de la teoría de la política desde la perspectiva “clásica” hasta nuestros días. Aunque la estabilización de un sistema político independientemente de sus fines y propósitos insinúa una arquitectura teórica conservadora, ésta ha sido la perspectiva dominante de buena parte de la ciencia política en las últimas décadas.

Las perspectivas institucionalistas destacan el papel que las instituciones y las normas previsibles y racionales (no necesariamente justas) desempeñan en un orden político estable.
Las perspectivas culturalistas remarcan el papel que el consenso (DURKHEIM, 19863; WILSON, 19914) tanto sustantivo como procedimental desempeñan en la legitimidad de los sistemas políticos. Es en la perspectiva más estructuralista (especialmente en la de la economía
política) que se advierte el carácter eminentemente conflictivo de la desigualdad y sus efectos nocivos sobre la democracia, especialmente en las sociedades de desarrollo periférico y dependiente como el nuestro (PRZEWORSKI, 1991; RUESCHEMAYER et al, 1992).

La mayor parte de las teorías sobre la estabilidad política que descansan sobre la noción de “equilibrio” (entre poderes del Estado, entre gobierno y gobernados, entre clases), lo hacen
desde una infraestructura teórica funcionalista (GOULDNER, 1986). Sin embargo, las luchas por la democracia tienen una herencia revolucionaria, cuyos principios mismos pueden ser rastreados en la revolución francesa (RANCIERE, 2006). También las democracias latinoamericanas sólo fueron posibles desafiando a la institucionalidad colonial y al orden prevalecido. Privilegiar la estabilidad por sobre el cambio, el orden sobre el conflicto, las jerarquías funcionales a la igualdad radical de las personas, parece una perspectiva reñida con nuestro propio desarrollo histórico.

El valor de la estabilidad en la teoría política clásica y moderna
Tanto Platón como Aristóteles creyeron que la estabilidad política era un valor, pero en su ideal de la ciencia política como ciencia “práctica”, otros valores eran más importantes que lograr un orden “efectivo”. La división entre ser y deber ser fue central a este aparato teórico (FRANZÉ, 2004). La actividad política tiene fines que les son inherentes: despertarlos del sueño de la caverna o superar la condición del hombre “laborans” para desplegarse en el mundo de la acción y el discurso (ARENDT, 1993), son algunos de ellos.
Pese a todo, ambos se preocuparon por la creación de un orden estable. En Platón, el orden estable respondía a su peculiar sentido de la “justicia”: que cada uno ocupara el lugar que le correspondía. Los zapateros a sus zapatos, los guardianes a controlar el orden, los guerreros a defenderlo. La estabilidad política estaba basada en la idea de una “sociedad bien ordenada” –que presuponía una jerarquía social bien determinada- y una cultura adecuada que consistía en aceptar el lugar que corresponde a cada uno.

La preocupación por Platón no es apenas por un mundo ordenado, sino por un mundo “bien ordenado”. Ello demanda un ideal normativo que determine lo que los seres humanos “deben” creer o valorar. Las creencias deben ser funcional al orden (GOULDNER, 1979).
Pero la perspectiva conservadora no estaba exenta de una crítica muy profunda respecto de la institucionalidad vigente. Platón consideraba a todos los regímenes políticos de su tiempo, como inevitablemente malos. El orden político de la polis, aunque fuera estable, no le parecía
“justo”. Había valores superiores a la estabilidad política, y el orden político debía estar al servicio de su realización.

En Aristóteles la estabilidad también aparece como un valor principal, pero igualmente subordinado –como en Platón- a valores “superiores”. Aunque Aristóteles creí que toda estabilidad era finalmente una ilusión, dado el ciclo de desarrollo y decadencia inevitable de las formas de gobierno, aun así, un legislador debía pensar un orden de gobierno de manera que fuera lo más estable posible. Toda su teoría sobre las formas “mixtas” de gobierno, que luego informará el debate republicano a partir de Maquiavelo, descansa en la premisa de la estabilidad
y de equilibrio (concebido por Aristóteles como el “justo medio” o la conjunción de principios divergentes).

¿Somos entonces herederos de Aristóteles? En su famoso libro sobre “Teoría de las revoluciones”, Aristóteles analiza aquello que hace más estable a un régimen de gobierno. Las oligarquías revisten mayor inestabilidad que las democracias, puesto que no sólo se ven influenciadas por el descontento popular (y la posibilidad de una revolución “desde abajo”) sino que también por la posibilidad de golpes de Estado entre fracciones de la oligarquía (o revoluciones “desde arriba”). Por el contrario, la democracia era una forma de gobierno más
estable, porque el pueblo “no se insurrecciona jamás contra sí mismo”. La república en que domina la clase media y que se acerca más a la democracia que a la oligarquía, es también el más estable de los gobiernos. Aquí, el valor de la estabilidad y del “mejor gobierno” junta lo prácticamente posible con lo teóricamente deseable. La república no era solamente el más estable de los gobiernos (por su equilibrio entre clases) sino también el más “virtuoso” (la famosa virtud de las clases medias para gobernar). Una sociedad de fuertes clases medias y desigualdades amortiguadas era condición sine qua non para una república ordenada.

Con variadas trayectorias, la teoría de las clases medias iluminó los albores de la ciencia política en los años sesenta, vinculada a la teoría de la modernización. Sólo en una sociedad desarrollada, moderna, con su población educada, podrá desarrollarse la democracia, sostenía
Lipset (1959, 1960). La riqueza media, el grado de industralización, urbanización e instrucción, son las precondiciones sociales de la democracia. Se precisa una clase media, como fuerza
estabilizadora de la democracia. De este modo, en palabras de Fierro (2015), Lipset retoma la teoría aristotélica de que la democracia es incompatible con la pobreza, ya que “solo así la población puede participar inteligentemente en política y no sucumbir ante los requerimientos de demagogos irresponsables”. La clase media es la “mediadora” por excelencia en el conflicto entre pobres (que no saben mandar) y ricos (que no saben obedecer). Así, en palabras de Fierro,
mientras una amplia clase media facilita la existencia de la democracia, la oligarquía y la tiranía surgen con mayor probabilidad en comunidades políticas pobres y fuertemente estratificadas.

Con la modernidad, los fines últimos desaparecen de las preocupaciones políticas. En el convulsionado escenario de la creación de los Estados nacionales, la preocupación por el orden lo ocupa todo. Es Maquiavelo, sin duda, el que hace una bisagra al abandonar los “fines
últimos” de la política por el “qué” de la política. El rol demiúrgico del liderazgo ocupa el primer lugar: cómo conseguir un orden en medio del caos del mundo: como conseguir el poder, y consolidarlo.

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